sábado, 17 de septiembre de 2011

Un muelle extraño.

Caminaban bordeando la rambla; el mar, invisible, se agitaba en la oscuridad con una contundencia estremecedora. Olas pesadas parecían arrasar sin timing contra los pilares que mantenían vil al antiguo muelle de madera. Era una noche calma, la que atravesaban él y ella, que pernoctaban ocasionalmente, bordeando la rambla contra la que dormían mendigos, mujeres abandonadas con sus críos, contra la que se agrupaban pandilleros y trabajaban los profesionales del sexo, en la que los laberintos de viento zamarreaban toda la inmundicia que arrojaban los mundanos. A Martín le daba impresión llegar al muelle y avanzar sobre él, adentrándose en aquella desconocida oscuridad en la cual se atolondraba el salvaje rugido marino, bajo aquel muelle construido por los abuelos de Gimena.
-Acompáñame, necesito saludar a mi abuelo- suplicó Gimena, ante la resistencia de Martín. Habían caminado durante cuarenta y cinco horas bordeando las costas del atlántico desde Misiones hasta Buenos Aires, y ahora que llegaban a la entrada del entarimado de treinta metros, se paralizaba como un camaleón en defensa. Los estruendosos estallidos del oleaje, en medio de la completa falta de luz, le jugaban a Martín una mala pasada, quien creía que había riesgos de caer y ser sepultados para siempre fuera de la vista de cualquier ayuda, de ser comida de peces, en el mejor de los casos. Un miedo creciente iba adueñándose de su cuerpo, que estacado al piso, mantenía rígidas como zancos de platino sus piernas.
-Por favor- volvió a rogarle ella, que sin duda no había advertido que él se había orinado mesurada pero incontinentemente en los pantalones.
Sin alternativa, si no deseaba ser abandonado o engañado por esta mujer a la que amaba hace cinco años (pues había leído Freud, y este afirmaba que las mujeres insatisfechas sexualmente por sus parejas, o desenlazaban en una neurosis o en una infidelidad), debía apoyarla en su expedición. Así fue como Martín, tomándose con ambas manos primero una pierna, y luego la otra, fue levantándolas haciéndose dar continuados pasos, muy lentamente, cual si de hormigón estuviesen rellenas.
Gimena se emocionó de lograr que él avance, y sin poder contenerse al ver la estrella donde desde beba le indicaron descansa su abuelo, salió presurosa al galope hacia adentro, inmiscuyéndose en esa perceptualmente impenetrable ausencia de luz, que vulgarmente denominamos completa oscuridad. Martín intentó gritarle que lo aguarde, que no podía hacerlo solo, pero no le salió la voz. Él ya conocía de día el muelle, pero de noche nunca se había atrevido a pisarlo. En efecto, al no poder ver las tablas sobre las que avanzaba, tenía la certera sensación de que estas se movían más de lo normal, arriesgándolo a una precipitación inevitable. A cada estallido del agua bajo sus pies, sentía corresponderle un movimiento oscilante de las tablas. Además de esto, la distancia que había entre ellas parecía haberse agrandado; quizá faltarían algunas tablas, puesto que tenía que dar grandes zancadas para poder tantear, ciego y con cautela, donde asestar el próximo paso.
Habían pasado dos horas cuando despabilándose del miedo, recordó a Gimena. ¿Dónde estaba ella? Él llevaba recorrido unos insignificantes dos metros, es decir que le faltaba todavía el noventa y tres por ciento del muelle, operación que entonces consideró definitivamente fracasada. Pero como cayendo victima de su propia reacción panicosa, no pudo hacer ni un solo movimiento más hacia lado alguno. “Gimena” gritó, pero un vacío remoto devolvió un eco que sonaba a muerte. Titubeó, pero volvió a llamarla: “Gimena”, y esta vez, el eco fue interrumpido por un rugído de cocodrilo.
En efecto en la zona habitaban los Cocones, especie de cocodrilo nativo del Río de la plata, descendientes directos de los que habitan en el río Limay y que como consecuencia de los productos ecológicos arrojados al agua por la papelera ubicada en Fray Bentos, han mutado y han sustituido la larga cola por plumas, y las antiguas enormes mandíbulas por dos pincitas del tamaño de una termita. Por lo demás tenían en estómago de cuatro metros (antes tan solo cincuenta centímetros) por lo que podían devorar hasta diez personas sin masticar, de un solo trago, y sin vino. El rugido se oyó oscilando entre las incesantes ondas aguadas en alguna parte de ese mar turbulento. La luna nueva, completamente, no brindaba ni un destello de luz. Tan oscuro estaba todo que martín debió tocarse los ojos para confirmar que los tenía abiertos. También se tocó el rostro, para saber que no era todo un sueño, y como iracunda señal irónica, como para terminar de despistarse, oyó con trémulo un grito horroroso de ella, sin discernir su procedencia, con lo que quedó sagazmente petrificado como una estatua de bronce construida por el mismísimo Jaroslav Rona, el que hizo el homenaje a uno de los mejores de todos los literatos, y colocó la obra en la ciudad de Praga.
¿Qué pasaba con Gimena? ¿Dónde estaba? El sospechaba desde principio la peligrosidad de ese muelle. ¿Por qué había aceptado ingresar? Intentó gritar su nombre, para ubicarla, pero cualquier intento se transformaba en profunda angustia que desgarraban su corazón y empilchaba de lágrimas sus ojos grises, que solo se limitaban a acaudalar la amplia afluencia de lagrimas, que entre las tablas, caían de a chorros directo al mar, haciendo que ascienda su nivel rápidamente.
Si los pilares separaban la cima del muelle a dos metros del agua, en media hora Martín consiguió que el agua llegue a estar a solo veinte centímetros de las tablas. El oleaje continuaba, ahora más bravo, y él que no podía moverse. Sentía la efervescencia de la espuma subir hasta traspasar las tablas, llenándole de sal las zapatillas, al par que las gotas expulsadas de las colisiones le bañaban el rostro tieso, en el que los ojos rígidos se posicionaban como gendarmes en un desfile, sobre su mandíbula contraída cual subversivo picaneado. Los brazos en jarra, y una pierna detrás de la otra (tal como había quedado congelado al escuchar el grito de su amada, mientras avanzaba) pese a que podía pensar y nada cohersionaba el fluir de sus ideas dentro de su carne cerebral, no tenía voluntad alguna sobre su cuerpo que parecía responder a ordenes paralizantes del más allá, quizá, del beatísimo Juan Pablo II, honorable encubridor de pedófilos.
-Esta es su desgracia- pensó Martín, mezclando la pedofilia, con la histeria de conversión-. Me ha dado por conversionar- agregó al diccionario psiquiátrico, mientras analizaba su situación actual. Presa de las peores petrificaciones de su vida, victima de sus lágrimas y fácilmente asequible a un océano que acrecentaba su talla con el correr de su llanto en el tiempo, Martín terminó por perder la continencia anal, expulsando todo el alimento procesado previamente ingerido, o sencillamente hablando, cagándose encima de miedo. Los pantalones se inflaron sobre el calzoncillo, que se llenó de caca, y cuando estos estallaron, ya no aguantando los kilos de materia, los residuos de su propiedad alcanzaron por entero a los transeúntes que rondaban hasta a doscientos metros por la rambla. Pero felizmente esta descarga lo hizo volar por los aires, caer sobre las tablas del muelle quince metros más adelante, y como despojándolo de cualquier posesión, pudo ponerse de pié, y ya sin espíritus malignos dentro, avanzar hasta la punta del muelle, desde la que se puso a llamar a Gimena. Pero esta, entre bataholas, no respondía. Repentinamente el mar lanzó un eructo de satisfacción, con lo que informó que la había devorado. O así lo reconoció Martín, que de comunicación marina sabía bastante poco, y calló arrodillado contra las barandas, sobre las que apoyó sus manos y entre las que hundió su rostro, llorando por desconsuelo pero más todavía por incertidumbre.
Pero no había mucho que esperar, y por más que pidió explicaciones al cielo y al océano, ambos dos se limitaron con su inexpresiva sabiduría a omitir cualquier tipo de información.
Estaba secándose las lagrimas y los mocos con una bolsa de nylon –era lo único que tenía en el bolsillo-, cuando de reojo vió una sombra pasar detrás de él. Se volteó, y sintió la presencia de alguien alejarse. No llegó a verlo, pero el ruido de los pasos y el contorno indistinto de una energía humana, le anunciaron que no erraba en su percepción. Confirmó sus supuestos el hecho de que a los pocos metros ese alguien tropezó, golpeó la cabeza contra un banquito mal ubicado, y lanzó un “¡Auch!” que ahogó en su propia valentía para no hacerse oír.
Los nervios de Martín se crisparon de tal modo que sin dudarlo, salió a la carrera tras esta entidad con el fin de atraparlo. Si alguien había arrojado a Gimena al agua, si era posible que haya sucedido eso, solo podía tratarse de ese. Nadie más había en el muelle, o así parecía.

Un enorme barco pesquero en medio del océano, que estaba tan lejos que las luces se unificaban en una sola y pequeña, parecía avanzar del este al oeste. Pero esta percepción no fue más que un yero en los atrofiados sentidos de Martín, que agotado de esforzarse en medio de aquella tétrica aluminosidad, ya no distinguían entre realidad y alucinación. En efecto el barco se desplazaba en sentido contrario. No obstante siguió convencido de que alguien acababa de salir a hurtadillas del muelle; ¿o también era esto un delirio? ¿Y Gimena, dónde estaba Gimena? Por lo demás, aunque el desconocimiento del verdadero rumbo del barco logró distraerlo, empeñándose en descifrar el enigma, no reparó mucho más en eso dada la concentración que para avanzar a velocidad sobre el muelle necesitaba, y que la certeza de conocer el rumbo cierto de aquel flotante tampoco le cambiaría las cosas sustancialmente.

Sin respuestas llegó a la entrada del muelle, donde conecta con la rambla, y se encontró, para su sorpresa, frente a todos los afectados por su explosión anal. Eran entre veinte y treinta personas, y por su aspecto asesino requerían explicaciones que Martín en ese estado no pudo dar. Estaban todos despeinados por la onda expansiva, y sobre sus cabellos alargados, como sobre sus rostros, manos, piernas (quienes llevaban malla o pollera), pies, y la ropa de los afectados, predominaba un marrón oscuro con cuerpo y olor, untado con delicadeza sobre cada rincón de sus cuerpos, y él se asombró de que un sorete pudiese desparramarse tan bien sobre una superficie humana. “O quizá fue el Fernet” dedujo asociando en cuestión de instantes la modalidad de distribución sobre las personas con la densidad de la caca, por lo que infirió se trataba de un pensamiento reflejo. ¡Y se alegró de tener reflejos tan intelectuales!
Intentó aclarar los hechos, avisar la desaparición de Gimena, con quien “iba a tener dos hijos y una hermosa casa; el perro lo llamarían Blafun, porque ella amaba este personaje de Animé”, que habían ido al muelle a ver a su abuelo que reposaba sobre una estrella visible desde la tierra, así como también del presunto hombre que pasó por detrás de él, sigilosamente, en medio de la oscuridad, y que posiblemente habría sido quien arrojó a su amada (lo del barco dudo en contarlo, pues pensó que no les incumbiría; además eso podían verlo por sí mismos, era lo único que permanecía flotando en el oceano. ¿O no? Se dio vuelta para cerciorarse y la lucecita naufragante ya no estaba)… pero nada de todo esto llegó a decir, sino que lo pensó, y cuando lo intentó, entre sus balbuceadas atolondradas y sin sentido apenas si pudo diferenciarse un gemido de una vociferación, una gota de un hilo de saliva. Culminaba la obra que tanto irritaba a los demás, el que martín tenía el culo al aire, pues el estallido apenas le había dejado las bocamangas debajo de las rodillas. Enfurecidos, los –literalmente- cagados, levantando a Martín como si de un campeón se tratase, y como si lo hubieran planificado previamente o estarían motivados por la pasión que despertaba su admiración al líder, lo llevaron en brazos, haciéndolo dar saltos olímpicos, hasta la punta del muelle, desde la que lo arrojaron al agua mientras maldecían sus últimos momentos de vuelo. Afortunadamente un clavado espectacular basto para cortar el agua como con una navaja. Lo único que chocó sin aerodinámia fue el dedo gordo del píe, que grandote y cabezón, y contraído por un calambre, se salió del eje en el momento menos preciso, con lo que el agua se enojó y empacada, se resistió a dejarlo entrar así como así, apretándose contra él para que arda. Pero la suave textura de la uña esculpida y trabajada de Martín absorbió, por lo demás, la resistencia del agua, y permitió un ingreso de fantasía del dedo gordo del pié derecho, que Meolance o cualquier nadador hubiera envidiado de haberlo visto.
Lo arrojaron al agua. Pero el nivel del mar todavía estaba alto, mitad salado y mitad dulce lágrima, por lo que no le costó nada absolutamente tomarse del muelle y volver a subir, eso sí, desfachatado y pusilánime como un gato mojado, o como un genocida sumiso que al momento de ser juzgado, suplica respeten sus derechos humanos, sean compasivos como él lo fue con sus victimas, y se arroja al suelo pataleando para conseguir la simpatía de la gente, eximirse y quedar absuelto. Sacó del bolsillo la bolsa con que se había secado las lágrimas, que no solo estaba completa de agua, sino que dentro le nadaban un par de peces. Pensó en arrojarlos al mar, con bolsa y todo, pero reconoció que por como se venía dando la jornada, y las complicaciones que tendría al otro día haciendo denuncias y trámites por la desaparición de Gimena, sería tan apremiante que no tendría tiempo de comer, por lo que era buena reserva esa de los peces frescos. Para que no sufran, dejó la bolsa completa de agua, y se la colgó como un collar. “Soy muy original” respondería ante las eventuales burlas en el juzgado, la comisaría, o los transeúntes que divagan sin sentido, y son felices en cuanto ven una anomalía o algo de otro que les llama la atención, y que no dudan en utilizar como carnaza.
Por cierto, él estaba mucho más limpio que todos los que lo habían botado al agua, que aún rencorosos, estaban construyendo una barrera de alambre en la entrada al muelle, para dejarlo encerrado, y por si fuera poco, llamaron a algunas desempleadas, otrora lloronas de oficio, para que terminen de hacer subir el nivel del mar, y que Martín se ahogue como las victimas que ha lo largo de la historia perecieron durante la aplicación de la técnica de tortura llamada el “submarino”.

1 comentario:

  1. que bueno, me encuentro esta página sin imagenes sin colorines y un largo etc y con un contenido sorprendente!!! me ha gustado mucho, sigue así por que estoy esperando leer el próximo :)
    Felicidades y un saludo!

    ResponderEliminar