martes, 24 de enero de 2012

Nusterweek.

Era un hermoso día de verano, el sol radiante en lo alto achicharraba cualquier babosa que anduviera arrastrándose sin casa; la playa de Nusterweek, en plena temporada, se hallaba colmada de turistas, todos muy bien dispuestos a invertir sus ahorros en el primer gasto innecesario, pero placentero, que se le presente.
El agua, encandilada por Zeus, se mecía tan suave y levemente que el mar parecía una pileta inmensa, inconmensurable. Por esto, los adultos tranquilos, permitían que sus niños vayan nadando hasta lo profundo, donde desde la costa ni se los veía, puesto que estaba tan quieto que ni las mareas subían ni bajaban, por lo que no había peligro alguno, más que los piratas secuestradores de las aguas profundas que siempre esperaban algún nadador ocasional para victimizar. Esto sucedía porque la luna, en lo alto, se había detenido, y con ella las mareas quedaban inmóviles. También por esto el pelo de la gente, crecía rápidamente, casi visible para el observador atento. No soplaba viento, pero la fina arena dorada se filtraba por las hendijas de la gente hacia adentro de los calzones, causandoles una molestia moderada.
Nusterweek en invierno permanecía desierto, pero en verano la vorágine comenzaba a andar y no cesaba hasta llegado el otoño. No bastaban ni para los que tenían plata los escasos alojamientos, y cualquiera con pocos recursos no podía siquiera imaginar, albergarse bajo un techo fijo.
Por tal motivo J. se encontraba allí, disfrutando distendido desde un domingo desasosegado, en que malherido por su ex amor, había decidido partir para olvidarse de todo cuanto lo hiciera sufrir. ¿Pero cómo escaparle a la vida, que era su principal condena? “Tampoco es pa´tanto” afirmó en voz alta, y se libró de la obligación natural a la sociedad, que es andar con éxito, y siempre con todas las necesidades satisfechas. “Vivir un poco en falta, también tiene su propio sentido”.
No llevaba dinero prácticamente, y su único paradero era un escondite improvisado entre los muros de dos edificios en ruinas, de los cuales a menudo se desmoronaban cascotes y pedazos de cemento, que J. con agilidad y muy aguzados reflejos lograba esquivar hasta cuando dormitaba.
Las condiciones materiales en que se encontraba, no eran, sin embargo, peores que sus condiciones sentimentales, que habían sido prácticamente aplastadas por un enorme derrumbre de un iceberg gigante, sucumbido bajo colosales témpanos de hielo.
Estaba tan destruido su corazón, su mujer lo había dejado por su primo, que todo su cuerpo se marchitaba e incluso, sus ganas de vivir, tocaban fondo con las patas, por donde la angustia ingresaba a su ser. No quería comer, ni aunque lo invitasen al mejor restaurante. Cerrado el estómago, lo único que ingería era oxigeno para mantenerse vivo. Había desligado el placer y el disfrute, del acto de alimentarse. Ahora, le aburría y le causaba una molestia, que el cuerpo dependa de eso.
De mañana salía a llorar por los muelles, de tarde se sentaba melancólico en la playa; solo llegada la noche, con unas cajas de vino encima, conseguía distraerse, olvidar sus penas, cargar de energías su espíritu, y salir a platicar con la gente, sonriendo y entregandose al mundo en busca de un nuevo amor. Pero era tal su contradicción que siempre terminaba peleando con bandas de adolescentes, puteando comerciantes, pateando tachos de basura, o corriendo desnudo, por lo que noche tras noche, lo demoraban una horas en la comisaría, de la que lograba evadirse expresando sus lamentos y sufriente corazón. Cada noche prometía que sería la última de líos, pero como agua de catarata, siempre volvía a caer.

Una tarde, luego de cuatro días de inmovilidad lunar y marina, y de crecimiento piloso constante (al punto que mucha gente parecían personas lobos) J. se acercó al agua; estaba tibia. El sol sofocante, lo instaban a refrescarse. Le tenía respeto al mar, puesto que allí había perdido a su tío preferido, muerte desde la cual nunca más se había atrevido a bañarse. Ese tío muerto, y el hijo de él, le había quitado a su esposa. Que diferentes esas dos personas. Pero algo ese día era diferente. Algo lo tentaba, algo despertaba dentro de él y pedía que le den lugar, que lo dejen nacer; y no era hambre por los churros, ni las pulseritas que vendían en la playa. No era algo que anduviese por tierra, sino en el mar; a lo lejos, en el horizonte, detrás de la la linea visible de agua… era una voz familiar que lo invitaba a unirse… eran los gritos de ahogado de su tío, que pedían auxilio, atragantado por el agua a borbotones.
J. Oía algo así como:
“Auxghhh… Auxghhh… ¡AUXILIOOOghhh! …. …. Auxilghh…”
Sin pensarlo, sin discernir que se trataba de una alucinación, decidido como hacía años no estaba, J. se arrojó al agua y comenzó a nadar descontroladamente, tratando de recorrer el mar en pocos segundos. Nado hasta quedar exhausto sin detenerse, cruzó arrecifes y acantilados, sobre peces y bajo gaviotas, hasta finalmente detenerse. Agitado, dio vuelta y miró la costa de donde venía, pero no vió nada. Hacia cualquier lado que observara, lo rodeaba el mar. No había salida firme de allí.
La amplitud del oceano comenzó a asfixiar su diminuta existencia; su fragilidad se hacía añicos ante tan ampuloso cuerpo liquido y azulado. No pudiendo contenerse, colmado de desesperación, comenzó a padecer palpitaciones. El aire le faltaba. Aunque intentaba mantenerse a flote, cada vez se hundía más y para evitarlo, debía nadar más rápido, ejercicio que lo agotaba rapidamente y le hacian perder el control, y para peor seguía hundiendose. Enfrentado a su propia vida, solo frente al mundo, en medio del mar, J. sintió estallar su corazón, y luego de un dolor súbitopunzante, quedó desmayado flotando lejos de todo auxilio. Una muerte inminente asediaba la vida de J., cuando sorpresivamente, una ambulancia de mar lo encontró flotando, lo cargó y lo llevó hasta la costa, desde donde fue trasladado inconsciente, hasta el hospital Lameme El Delgado, de Nusterweek.



2

Recostado sobre una camilla desplazable, J. recorría a toda velocidad los pasillos del Lameme, accionado por los enfermeros y el médico, que lo llevaban a la sala de urgencias a toda velocidad. Con una mascarilla intentaban darle oxigeno, dado que estaba padeciendo un paro cardiorespiratorio. Llegados a la sala le hicieron rehabilitación cardíaca, y afortunandamente, el bobo, recomenzó a pulsar.
Una muerte de veintiocho segundos toleró, el debilitado y ajetreado cuerpo de J.
En medio de la nebulosa que apesumbraba a J., pudo ver que dos enfermeros lo lavaban. Luego lo vistieron y lo llevaron en camilla, a terápia intensiva. Ahí pasaría unos días en rehabilitación.
A las dos horas del accidente, ya conciente pero sumamente fustigado, una señorita vestida de blanco visitó a J. para hacerle unas preguntas.
-Buenas tardes, señor- saludó la señorita-, me llamo Malena- agregó-, soy la administradora del piso- agregó, sin dar lugar a que J. salude-. Tengo unas preguntas para hacerle- continuó, y sin preguntarle el estado de salud ni cualquier otra banalidad, comenzó:
-Nombre Completo.
j. pensó un rato, como ido, luego respondió:
-J. C. C., y tengo 8 edades.
La señorita quedó absorta, y con dificultad preguntó cuando pudo salir del asombro:
-¿cómo qué tiene ocho edades?
-¿Qué te importa? Respondió irritado-. ¿O acaso en mis años de vida está lo que constituye mi propia vida? Mi edad no dice nada de mi, estúpiuda- retrucó con violencia.
Casi horrorizada, Malena clavó postura militar, y subiendo el tono, logró controlar el miedo, y contraatacó:
-Escuche usted señor: No me falte el respeto ni levante la voz, porque para eso lo mandamos a una comisaría. Acá queremos ayudarle, así que por favor tenga la cordura de permitirnos trabajar en paz. ¿Quedó claro?- preguntó reafirmando su poder. Ante el silencio de J., repitió, alzando el tono-: ¿Le quedó claro?.
-Nooooo… soy tontoooooo, no entiendoooooooo…..
La señorita puso cara de repugnancia, sacudió la cabeza y señalandolo con su uña larga y afilada, pintada de violeta, amenazó:
-Ni una impertinencia más, o lo hago detener, rufián- etiquetó.
Como desafiado a combatir, J. se sentó y comenzó a aullar y sacudirse sobre la camilla, como un chimpancé desacatado, intimidando a Malena que retrocedía sin ser conciente hacia la puerta. Luego de un acting de diez segundos, J. recobró la calma.
-¡Ya verá! ¡Ya verá!- apercibió con firmeza la señorita, señalandolo con el mismo dedo, ante lo cual J. descarriló, y ya se bajaba de la cama para abofetearla, cuando la señorita arrojó lapicera y cuaderno al aire, y a los porrazos salió corriendo a toda velocidad, doblando accidentadamente hacia el corredor, en el que por el ruido de sus tacones, se pego deportiva patinada. Entonces J. se quedó en el intento, subió el pié a la camilla, y sin comprender porque se encontraba tan malhumorado, se empezó a hacer el dormido para que no puedan interpelarlo tan lucidamente.
A los pocos minutos del mal entendido, llamemosle así para soliviar la responsabilidad de nuestro personaje en los hechos, ingresaban a la habitación dos oficiales, uno de cada sexo, pero ambos dos reconvertidos sexualmente a su contrario, seguidos por Malena, y el psiquiatra que atendería a J.
-Señor ¿Cuál es su problema? Preguntó sin vueltas el oficial.
J. Se hacía el dormido. Por lo que Malena comenzó a reatar en voz alta los acontecimientos.
Los contó tal cual fueron, y J. escuchó la historia y le sonaba a que tenía toda la culpa, pero no podía dar ahora el brazo a torcer, o se lo retorcerían aun más en la comisaría. Mientras escuchaba la barracuda y parlinchesca voz de Malena, pensaba en como proceder para salir holgado de menudo apriete.
Decidió hacer lo siguiente. No hablaría con más de uno a la vez. No hablaría frente a todos, bajo ninguna circunstancia. Entonces, interrumpiendo a la señorita, finalmente habló:
-Esto es un circo innecesario. Lo que ella dice es verdad, pero como toda verdad, es parcial. Si quieren que cuente mi verdad, deben escucharme, pero para eso, necesitamos hablar personalmente; no puede una verdad contarse a todos por igual; eso sería una mentira. Mi verdad, la doy en intimidad, esa es mi condición- auguró con demagogia, y se dio vuelta haciendose el desinteresado.
Los rostros de todos con su inexpresividad, expresaban el mambo que les había armado emejante exposición. Y al parecer, surtió efecto, puesto que los oficiales, jóvenes quizá para cargar con la autoridad, cedieron al pedido, y aunque esto le disgustó al psiquiatra y a Malena, estos no arguyeron nada por temor a contradecir las ordenes oficiales.
Primero habló con los oficiales, a quienes dejó entrar de a dos dado que por su profesión se los podía fusionar a uno. Les dijo que estaba muy mal herido de amor, y que era quien siempre quedaba detenido por hacer berrinches y chirimboletas en el centro, pero que era un tipo tranquilo, criado a bien, y siempre católico (esto era mentira pero le daba gracia la compasión que esto generaba en la gente).
Los oficiales le recomendaron calma, puesto que sino deberían detenerlo, y ante los ruegos de J., le juraron mediar entre él y la señorita, para que todo se resuelva por la vía de la paz.
Luego entró el psiquiatra, quien con una mirada afianzada a los incuerdos, sin embargo, lo observaba con desconfianza. Medio de costado, repeliendo el contacto directo. J. lo saludó tendiendole la mano, la cual el psiquiatra, apodado Pepe, tomó, y agitaron en conjunta señal de confianza.
J. era entrador, y manejaba las señales que desencadenan la amistad entre las personas, con maestría, puesto que a lo largo de su vida, se había interesado en ser parte de los que transmiten la paz en el mundo. Pero hoy era un día particular. “Hoy estuve a punto de morir doctor” dijo a Pepe. “En verdad hace tiempo estoy a punto de morir; una muerte sin causa, una muerte por despedazamiento; como cuando una represa agrietada colapsa y deja pasar en un santiamén todo lo que mantenía; así moriré yo de dolor y a puro destriperio…” y comenzando a lagrimear prosiguió: “usted debe entenderme: mi mujer me ha dejado por otro hombre. Un hombre de mi sangre, un primo mio, que para peor, tiene una nariz gigante… ¿qué es lo que le ha visto a ese patán?” y largó un llantó desconsolado invitando de brazos abiertos al psiquiatra a que lo abrace. Pero hombre frío y ético, el psiquiatra lo mantuvo a distancia y solo lo consoló con su mirada y sus palabras.
-Debes estar tranquilo, o tu estado tardará en recuperarse. Entiendo tu pena, hermano, pero la vida sigue, y tiene otros sabores que probar que una mujer, disfruta la vida, que es solo una-. Luego de una reflexión aparentemente sincera, el Pepe agregó a modo de chiste, para levantarle el ánimo:
-Seguramente ese primo que te ha traicionado, y que es narigón y según dices, patán, tenga un atributo significativo, acorde al tamaño de sus defectos- crucificó, riendo en voz baja de modo sarcástico.
J. se enervó al punto que estaba por saltarle a golpearlo, cuando el psiquiatra lo sacó de su ensueño al decir:
-Yo soy Pedro Fernandez, y soy tu psiquiatra designado. Te seguiré de cerca para poder controlar que todo vaya bien. Solo queremos que te recuperes.
J. escuchaba esta chachara, y solo lograba enconarse. Gracias a esto pudo entender porque le causaba tanto asco tratar con empleados del sistema de salud, aunque todavía la idea no era clara y solo luego de un tiempo, comprendió con claridad.
Lo irritaba la mentira, y para J. era mentira que el hospital deseara su bienestar. Lo que deseaban era plata. Puesto que miles de personas mueren por no tener salud, y eso por no tener dinero. “El objetivo es el dinero” pensó en voz alta, sin contenerse.
-¿Cómo?- interpeló atento el psiquiatra.
-Nada- respondió J.-. Solo que no creo en ustedes.
Asombrado, Pepe profesó:
-¿Asíque no crees en nosotros? Pues te informo que somos los únicos que podemos hacer algo contigo; gracias a nosotros la gente vive hasta los ochenta años y mantienen su salud casi integra durante toda su vida. Si no fuera por nosotros, ahora estarías enterrado en la…
-Hecho abono estaría, eso es lo que pasa con los muertos; regresan a la vida, todo lo que compone el universo se desplaza, y eso para mi también es parte de la vida- interrumpió atolondrado J-. La vida no es solo humana, ni siquiera animal, la existencia es en sí, para mi, un modo de vida.
Luego de pensar lo oído, Pepe condenó, ofendido pero cauto:
-Por lo que veo, eres un tremendo ignorante. Puede que estés loco, pero de eso no eres responsable. De lo que deberías hacerte cargo es de tu ignorancia. Si no fuera porque tengo el compromiso ético, te dejaría librado a tu suerte, si tal es tu deseo- y finalizando con esto, dio media vuelta para retirarse. Estaba llegando al dintel, cuando de atrás J. reprochó:
-Como la inquisición.
Pepe volteó furibundo.
-¿Qué dices?
-Que el sistema de salud haría de los que no creen en la medicina, como hacía la iglesia católica con los que renegaban de dios. Los quemarían, si no fuera porque hoy, hay un compromiso ético que respetar- fundamentó J.
Ante el desconcierto del psiquiatra, continuó:
-No es mi salud lo que persiguen, sino mi dinero, y yo no tengo nada, por lo que tendrán que exprimir al gobierno. Ja, Ja, Ja- dijo riendo a toda voz-. Yo no voy a ser victima de sus ambiciones. Conmigo se joden, y no se llenan de plata a mi costa. Yo no tengo nada, y podrían dejarme en la calle en este mismo momento, que es lo que harán cuando vean que por ningún medio conseguirán dinero que me pertenezca, pues nada me pertenece.
Con cara de indignación, Pepe lo mandó al infierno, y fuera de sí abrió la puerta para retirarse, cuando J. le gritó:
-Son los herederos de la iglesia. ¡Mafiosos! No me someteré a su orden- alcanzó a decir, antes de que le cierren la puerta.
Por supuesto, Malena ni hizo el intento de entrar, y durante toda esa noche lo mantuvieron bajo llave, y sin dispensarle ningún tipo de cuidado. Ni alimentos ni agua, si queria algo podía ir al baño, que era todo lo que tenía. Una especie de suplicio, al mejor estilo católico, donde dan tiempo y lugar para que el afectado, se retracte en su actitud.

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