lunes, 28 de febrero de 2011

En busca de la libertad. (1 era parte)

Yo tenía fija una meta: liberarme de toda preocupación mundana y desprenderme de la realidad donde desde siempre, automáticamente estaba habitando. Tome entonces mi caballo predilecto y, en compañía de Máximo, mi perro, partí hacía el horizonte, en busca de la “libertad real” me decía. “se que puedo no vivir preocupado ni atormentado por tantas nimiedades, que me cargan la vida de cruces, de problemas, de insatisfacciones; y sus consecuentes médicos, mecánicos y psicólogos, que requerimos para remediar todos los males de tan atroz modo de vida. Apurado, siempre apurado, para obtener el dinero, que me mantiene vivo. No. Se que puedo vivir espontáneamente como un animal, siendo racional, y concebir mi vida y organismo, como elementos de la existencia que es necesario proteger (de la sociedad moderna) para poderlos disfrutar, para no sentirlos como meros penares. Que la existencia no significa sufrimiento: ¿a quién quieren engañar? Sufrimiento es, en lo profundo del alma, un placer; por cuanto todo aquel que habla y profesa sobre el sufrir y los errores y la dependencia de Dios, solo refuerza y fortalece su espíritu débil, que mediante la debilidad, consigue un enorme poder. Yo me abro, me voy de acá”.
En efecto, el caballo lo tenía en una quinta periférica a la ciudad, por esto es mi conjunción gaucho-ciudadano. De gaucho ya no conservaba nada, solo la inclinación a la naturaleza, en detrimento de la urbe y la tecnología mal usada. De ciudadano, en cambio, la mayoría de mis características de personalidad. Pero, las pocas cosas que detestaba de este tipo de vida, eran enormes cosas, que por tanto conducíanme a pensar que la vida en la urbe, tal como estaba planteada, no era conveniente para el bienestar personal y social. La gente forma grupos cerrados, con temores entre ellos, a la defensiva y, por tanto, predispuestos a la agresión; la persona recluida, replegada en sí misma antes que dirigirse al vínculo con el otro, que es desconocido, del que teme y al cual rehúye, se siente desgraciadamente solo. Que los intereses son muy altos y nuestra vida de ellos depende, y en consecuencia, las peores atrocidades se cometen en su nombre. De este modo, la vida en una tribu resulta lejos mucho más sana que la vida en sociedad industrial (llamémosle). En esta última el stress es común en los individuos, que sobrecargados (su sistema nervioso) de “energía”, por tanta demanda, estímulo, necesidades, terminan pagando las consecuencias de tan apresurado y asfixiante modo de vida. Luego, claro, todos los profesionales de la salud tienen trabajo, resolviendo los propios errores del sistema capitalista.

Eran alrededor de las seis de la tarde, verano, los matorrales bajo el cielo luminoso percibíanse diminutos y difuminados sobre la planicie, que parecía un océano marrón con sombras oscuras. Por donde yo iba todavía no había ningún arbusto ni pasto. Era una calle asfaltada, contra la que repiqueteaban las pezuñas descubiertas de Relámpago –así se llamaba mi caballo-.
Agotados de caminar, descansamos y proseguimos casi de inmediato. Ya habíamos dejado el asfalto atrás, pero nuestro ánimo de avanzar era tal que no podíamos detenernos, parecíamos los tres necesitados de libertad.
Finalmente llegamos a los árboles que desde lo lejos habíamos visto; ya era de noche. La luna, comenzando a alzarse, alumbraba al ras, no consiguiendo entrar en el monte compreso y compacto. Tampoco nosotros pudimos avanzar por ahí, debiendo desviarnos hacia un pasaje oscuro, compuesto por árboles enormes, que en su copa se unían, y por eso cerraban el túnel. Realmente eran túneles grandes, pero la oscuridad intraspasable volvían desconocidos aquellos caminos. Con precaución avanzamos los tres a la par: Máximo utilizando su magistral sentido del olfato y del oído. Relámpago utilizando su sensibilizada percepción para captar las vibraciones del entorno, y tanteando con las patas delanteras el terreno con suma cautela, para no caer desprevenido. Yo, que montaba sobre Relámpago, y que no podía ver nada, dado la oscuridad, no tenía ninguna función. O la única función que tenía, era guiar y dar coraje a mis compañeros. Ruidos tenebrosos resonaban en el túnel, pero eso era de esperar; por lo demás, solo yo los percibía, o me asustaba por ellos. Mis compañeros no percibían ningún peligro real. Repentinamente algo me toco la cara. Me agite desesperado, pero reconocí que era una enredadera; me quedo en el rostro la preocupación de tener alguna araña, pero no era más que una sensación. Al cabo de unos minutos, ya podía verse al otro lado la luz blanquecina de la luna anunciando el fin del cerrado túnel. Pero preferimos dormir allí; parecía un sitio seguro, al resguardo de cazadores, del viento y de la lluvia en caso que llueva.

Al amanecer siguiente, con todas las ganas proseguimos camino. Los árboles sucesivamente eran cada vez más verdes, húmedos, la vegetación más densa, ya casi no había matorrales con espinas, y cada vez aparecían más bellas y prolíferos vegetales, flores, e insectos de todo tipo y anfibios de cualquier color. Un macrosistema más amplio, compuesto de muchos más microsistemas. Avance bajo la brisa calida los frescos senderos arbolados, y llegue a un precipicio al borde de un río. Era un río de tamaño mediano, con un rápido caudal de agua. El agua era transparente, y podían verse bajo la superficie las grandes piedras redondas y llenas de algas. “Seguro si las piso me patinaría” me dije. “Además Máximo no pasa, la profundidad lo tapa”. Pasar parecía imposible. Además el río se extendía desde y hasta el infinito, en apariencia, atravesando rectamente todo el horizontalmente. Descendimos a la orilla para pensar más objetivamente midiendo y especulando las alternativas más viables. Máximo proponía caminar por la orilla hasta encontrar algún pasaje. Relámpago, seguro de su fuerza y confiado en su responsabilidad, sostenía que teníamos que cruzar por ahí. E incentivaba a Máximo diciendo que ellos saben nadar instintivamente. Que aparecería unos metros más allá, pero en la orilla del frente. Sostenía que si Máximo se ubicaba a la izquierda de él, dado que la corriente venía de ese lado, en caso de arrastrarlo se apoyaría contra él que, en sus propias ideas “no sería vencido nunca por esa insignificante corriente de agua”.
Yo debía decidir y no estaba seguro de nada. Para colmo, la costa del frente estaba mucho más sobrecargada de vegetación que en la que nos encontrábamos, con lo que no sabía certeramente si podríamos ingresar, o sí acaso conducirían a algún lado. Hasta el momento el viaje ya cumplía con su propósito: alejarme de la sociedad y no preocupar mi mente con planteos innecesarios. Pero esta nueva situación, en que debía resolver que hacer para poder continuar, los problemas volvían a dar el presente y afirmar su lugar en mi persona. “¡NO!” grite. “Vamos a cruzar. Máximo, vení, saltá”- le hice la seña desde arriba del caballo. Su rostro expreso un “¿qué?”. “Dale, saltá” le anime. Relámpago miró sorprendido, pero su valentía no le permitía hacer réplica alguna. Antes de que Máximo suba, infló su pecho oxigenando todo su cuerpo, posturandose así mucho más rígido y armado. Máximo subió, adelante mío, sosteniéndolo. “Vamos” le dije a Relámpago, que no dudo ni un instante y enfiló para el agua. Claro que siempre vacilando por precaución, comenzamos a cruzar el río. El agua rápidamente le llego a las rodillas. Unos metros más y le tocaba la panza, y me mojaba los pies. Para peor, todavía no habíamos llegado a la mitad del curso de agua, con lo era de preveer que sería más profundo aun. Relámpago, sin embargo, no flaqueaba en su tarea. Avanzaba sin demostrar temor alguno. Pese a que yo creía que no lograríamos hacerlo, el agua ya le llegaba a la mitad de la panza, me quedé callado para no quitarle confianza a él. El agua comenzaba a levantarlo del suelo y desplazarlo unos metros. De repente lograba hacer pié, pero trastabillaba y volvía a arrastrarlo unos metros más. Ya era tarde. Sin embargo, el estaba convencido de poderlo cruzar. Máximo estaba atolondrado, por momentos quería saltar al agua, esos intentos incomprensibles de salvación que actúan algunos seres en momentos de catástrofe. Yo lograba retenerlo e intentaba tranquilizarlo. Pero también yo me ensordecía y ya no podía pensar cabalmente. Relámpago era el único concentrado en lo que hacía. Todavía no temía. Pero al dar dos saltos más, el contundente torrente de agua que cruzaba el medio del río, logró hacerle perder el equilibrio, volteándolo, y cayendo yo y Máximo al agua, en la cual quedamos los tres derivados al curso del torrente. El caudal era veloz, y sin posibilidad alguna de dominio, veíamos pasar en sentido contrario todos los árboles que bordeaban el río. Mi temor a que haya cocodrilos se vio corroborado al ver un gran lagarto estirado sobre la orilla recargando energías con el sol. Ahí sí que me desesperé. Comencé a dar manotazos de ahogado, pero eran infructuosos. Entonces busque con la mirada a Máximo y a Relámpago, y los ví cerca de mí en las mismas condiciones: tratando de mantener la cabeza fuera del agua. La orilla del frente continuaba siendo espesa e inaccesible, pero igualmente, no teníamos modo de acercarnos hacia ella. Avanzábamos por el medio, como dentro de un carril, y de repente, vi lo que sería nuestra posterior tragedia.

Lamentablemente en lo que continúa de la historia, proseguiremos sin Relámpago, que murió herido al costado del arrollo. Sucedió que vimos el río desaparecer de repente; una altísima catarata nos esperaba a pocos segundos. Los tres nos movíamos intentando evitarlo, pero el agua era determinante y no le interesaban nuestros esfuerzos. Rápidamente el fin se acercaba, y la velocidad del curso parecía aumentarse. Antes de lo previsto, ya estábamos sobre la catarata y como catapultados, el agua nos lanzo a volar sin alas, hacía la base donde una inmensa fuente de agua gestionaba el caudal de la catarata. El único de los tres que grito aterrorizado fui yo. Máximo expresó marcado temor, y Relámpago no expresó sentimiento afectivo –no por eso quiere decir que no lo sienta-. Caíamos en picada, desacomodados, bajos las fuerzas del azar, del viento y de la gravedad. En ese momento pensé muchísimas cosas. Acontecimientos, ideas, sensaciones… Es cierto que el cerebro en situaciones de máxima exaltación, funciona de otro modo permitiendo así un pensamiento diferente, acelerado, más similar al sueño que a la conciencia (y quizá podría explicarse que, dado el aspecto asociativo del pensamiento y el lenguaje, en situaciones de alteración, el exceso de estímulo provocaría un aumento considerable en las asociaciones mentales, de lo que resultaría un pensamiento acelerado e intrincado). Contrario a los que dicen que “eso es imposible” está el hecho de que cualquier droga, u acontecimiento impactante o significativo, hasta según la época del año, o la fase del día que se atraviesa, todo incide en el funcionamiento mental y en el modus operandi del pensamiento, y por tanto no es descartable el hecho de que en situaciones apremiantes las ideas crucen por la cabeza no solo mucho más velozmente, sino también con mayor claridad y consistencia.
Íbamos irreversiblemente al agua, y la enrome distancia que separaba la base con la cima, se acorto muchísimo cayendo libremente. Yo logré acomodarme a medias, y caer de clavado. Me golpee un costado, y un poco la cabeza, pero salí relativamente ileso. Cuando asome a la superficie, no ví a ninguno de los otros dos. Miré desesperado hacia todos lados, de repente, apareció Máximo. Respiró profundo, y me dirigió una mirada de alivio. Pero Relámpago no aparecía. La desesperación comenzaba a colmarme. Intentaba sumergirme para ver debajo del agua, pero la tempestiva caída del agua volvía turbulenta las profundidades. Ya pensaba que había quedado muerto contra una roca, cuando lo veo subir a la superficie, en principio gravemente lastimado en el rostro. Como el agua formaba una especie de hoya y el caudal era casi inexistente, logramos empujarlo hasta la orilla, a la que el solo logro, con un marcado dolor abdominal, subirse y recostarse. Respiraba agitado y no podía inflar el torso pues le dolía enormemente. Le mire el muslo y la pata, y la tenía quebrada. Observe sus costillas al respirar, y vi que había una zona donde los huesos parecían rotos. De su boca comenzaba a salir un fino hilo de sangre, que al respirar a veces formaba burbujas con las que se atoraba. El golpe en la cara se lo había dado una piedra, y los huesos quebrados el impacto mismo de la caída. Con Máximo lo alentábamos a seguir, a que tome fuerzas, que se recupere, que lo esperaríamos, pero la conmoción era grande, y al parecer las costillas rotas le habían perforado algunos órganos. Por más que hicimos cuanto pudimos, y vivimos en carne propia la impotencia de no poder rescatar aun amigo, tuvimos que verle fallecer al poco tiempo del accidente. Antes de dar el último suspiro, me clavó la mirada, y pude percibir en su semblante, el ánimo y la confianza que me transmitía para que yo continuase camino. Con Máximo como aliado, sin más nada que hacer, empujamos a Relámpago al agua, y dejamos que el curso del agua se lo lleve. No consideré necesario enterrarlo. Yo creo en la naturaleza, en la vida y en la muerte. A él le tocó antes de lo previsto, pero también está la muerte dentro de las posibilidades de cualquiera. En este caso el agua lo había causado, y consideré adecuado entregarle su victima a ella.
Sin pensar en más nada, con el objetivo de proseguir camino hasta conseguir la verdadera libertad, continuamos avanzando, con una gran pena a cuestas.

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